jueves, 1 de agosto de 2013

La necesidad de oír a los ciudadanos

El gigante sudamericano vivió semanas de zozobra en las calles debido a las masivas protestas de la gente contra diversas decisiones del Gobierno nacional. Los altos niveles de corrupción fueron sin dudas los que generaron el hartazgo de la ciudadanía.  

El 26 de junio el Tribunal Federal ordenó la prisión inmediata para el diputado Natan Donadon, condenado, en 2010, a diez años por malversación de fondos públicos. El legislador fue el primer parlamentario en ser arrestado desde que Brasil volviera a la democracia en 1985. Demasiado poco para un país en el que la corrupción es un mal endémico.

Los políticos con más experiencia comentan que la firmeza con la que la presidenta Dilma Rousseff exigió al comienzo de su mandato la renuncia de una decena de miembros de su gabinete, más que la voluntad de instalar un criterio de tolerancia cero en este tema, ocultaba, en realidad, su intención de deshacerse de un gabinete diseñado por su predecesor, Inacio Lula da Silva. 

La corrupción fue una de las cuestiones que movilizó en las calles a cientos de miles de brasileños durante las convulsionadas semanas entre junio y julio. Una corrupción que ha garantizado inmunidad a poderosos como el multimillonario Eike Batista, otrora emblema del nuevo Brasil y elogiado por el mismo Lula, que pudo conseguir préstamos públicos para sus colosales inversiones para luego abandonarlas cuando se le acabó el dinero. Cuando su hijo arrolló y mató a un ciclista con su auto, sus costosos abogados lograron que no terminara en la cárcel.

Contra todo esto ha salido a protestar la gente cansada de hacer sacrificios para vivir en ciudades caras como San Pablo, mientras los “vivos” encuentran atajos para llegar a enriquecerse a espaldas de quien trabaja y paga rigurosamente sus impuestos.

La chispa que encendió la mecha de las protestas fue el aumento del boleto urbano. Las manifestaciones comenzaron reuniendo a algunos miles de ciudadanos, convocando luego cada vez más gente en decenas de ciudades. Un hecho casi inédito en la historia del país, que no se repetía desde las manifestaciones de los años ochenta. La diferencia fue que en esta oportunidad no hubo detrás una organización sindical o partidaria ni un preciso temario de reclamos. La gente se convocó principalmente por las redes sociales, junto a algunas pocas organizaciones ciudadanas, como el Movimiento Pase Libre (que pregona la gratuidad del transporte público), pero sin un liderazgo determinado y movida por un conjunto variado de reclamos: el rechazo al aumento del boleto urbano, la mala calidad de la educación y del sistema de salud, la mencionada corrupción. “Somos todos social networks”, decía una de las pancartas aparecidas en una de las manifestaciones.

Estas características difusas y sin una organización que liderara el movimiento quizá puedan explicar que nadie aventurara un vendaval político. Desde el mundo político, en especial la presidenta Rousseff, hubo apertura y capaciad de escucha ante la amplitud de la protesta. Pero fue más por reacción que por acción. Durante las primeras semanas de la protesta, los líderes políticos y lo analistas se quedaron atónitos ante un evento que salía de sus esquemas. Tras más de una década de gobierno en la que el oficialismo pudo contar con el respaldo popular por haber proyectado el país hacia el desarrollo, sacando de la pobreza a 20 millones de ciudadanos que engrosaron los sectores medios, ¿cómo se podía interpretar una protesta tan masiva? Además, esto acontecía precisamente en el momento en que en una docena de ciudades el Estado invertía miles de millones de dólares en la construcción y remodelación de los estadios en vista del Mundial de fútbol que se inaugurará el año que viene. 

Para las periodistas de investigación Natalia Viana y Marina Amaral, las gigantescas inversiones realizadas en vista a la Copa del Mundo dejan un halo de sospechas que contribuyó a generar la irritación de la gente. Son pocas las empresas beneficiadas, se ha creado un área de exclusión alrededor de los estadios y la gente está siendo desalajoda sin previo aviso. En muchos casos son personas sin título de propiedad que habitan viviendas precarias. Mientras que en todo el país el sistema de transporte sigue siendo ineficiente y malo, la prioridad de las obras públicas han apuntado al transporte sobre ruedas. El mundial será, además, una fiesta para pocos porque será cara y no se permitirá que la “torcida” concurra al estadio con pancartas y bombos, al mejor estilo brasileño. El Maracaná, que hospedó la final del Mundial de 1950, redujo su capacidad de 200.000 espectadores a apenas 74.000 por haber ampliado los sectores VIP. “La mayoría de los brasileños tiene la impresión de que la mayor fiesta futbolera del mundo les ha sido robada”, concluyen las dos periodistas en una nota aparecida en The Nation. 

¿Cómo interpretar el fenómeno? Es evidente que ya no son más los tiempos de “pan y circo”. No se pueden maquillar los problemas estructurales de un país como Brasil, a cambio de transformarlo durante un mes en una preciosa vidriera, mientras la gente común emplea, como en San Pablo, tres horas diarias para ir a trabajar. “La gente ocupa la plaza no para escuchar un mensaje, sino para ocupar un espacio y hacer sus propias reivindicaciones”, escribe Peter Beaumont, en el periódico británico The Observer. Y, por lo visto, raras veces la política logra captar con antelación, por comodidad o miopía, los problemas reales de la ciudadanía. De ahí el rechazo a ser representados por los partidos. “Por un lado se advierte la necesidad de un liderazgo, por otro no queremos quedar ligados a tal o cual partido político”, explicaba a Associated Press un manifestante de 63 años, Rodrigues da Cunha. 

En la era de internet y de las redes sociales es casi imposible ocultar la realidad. Haber proyectado Brasil en el camino al desarrollo, sin duda un mérito, no significa por cierto hacerse acreedores de un cheque en blanco por parte de la ciudadanía. Hay una mayor conciencia de los derechos de los ciudadanos y del rol del Estado. El hecho de que el movimiento de protesta no posea un ámbito de representatividad institucional, como un partido político, no le quita veracidad a los reclamos ni cuestiona su nivel de temas prioritarios. No es casualidad que entre los resultados logrados por  las protestas callejeras figure el bochazo a la ley que apuntaba a limitar el poder de investigación de los fiscales (una herramienta contra la corrupción) y la normativa que destinará el 75 % de los ingresos petroleros a mejorar el sistema educativo y el 25 % para el área de la salud. 

Las democracias del siglo XXI están ante el desafío de madurar hacia formas de participación y de consulta más directas, para que los ciudadanos no sientan que hay un sistema de poder que vive prescindiendo de ellos.


No hay comentarios:

Publicar un comentario