El gigante sudamericano
vivió semanas de zozobra en las calles debido a las masivas protestas de la
gente contra diversas decisiones del Gobierno nacional. Los altos niveles de
corrupción fueron sin dudas los que generaron el hartazgo de la ciudadanía.
El 26 de junio el Tribunal
Federal ordenó la prisión inmediata para el diputado Natan Donadon, condenado,
en 2010, a diez años por malversación de fondos públicos. El legislador fue el
primer parlamentario en ser arrestado desde que Brasil volviera a la democracia
en 1985. Demasiado poco para un país en el que la corrupción es un mal
endémico.
Los políticos con más
experiencia comentan que la firmeza con la que la presidenta Dilma Rousseff
exigió al comienzo de su mandato la renuncia de una decena de miembros de su
gabinete, más que la voluntad de instalar un criterio de tolerancia cero en
este tema, ocultaba, en realidad, su intención de deshacerse de un gabinete
diseñado por su predecesor, Inacio Lula da Silva.
La corrupción fue una de las
cuestiones que movilizó en las calles a cientos de miles de brasileños durante
las convulsionadas semanas entre junio y julio. Una corrupción que ha
garantizado inmunidad a poderosos como el multimillonario Eike Batista, otrora
emblema del nuevo Brasil y elogiado por el mismo Lula, que pudo conseguir
préstamos públicos para sus colosales inversiones para luego abandonarlas
cuando se le acabó el dinero. Cuando su hijo arrolló y mató a un ciclista con
su auto, sus costosos abogados lograron que no terminara en la cárcel.
Contra todo esto ha salido a
protestar la gente cansada de hacer sacrificios para vivir en ciudades caras
como San Pablo, mientras los “vivos” encuentran atajos para llegar a
enriquecerse a espaldas de quien trabaja y paga rigurosamente sus impuestos.
La chispa que encendió la
mecha de las protestas fue el aumento del boleto urbano. Las manifestaciones
comenzaron reuniendo a algunos miles de ciudadanos, convocando luego cada vez
más gente en decenas de ciudades. Un hecho casi inédito en la historia del
país, que no se repetía desde las manifestaciones de los años ochenta. La
diferencia fue que en esta oportunidad no hubo detrás una organización sindical
o partidaria ni un preciso temario de reclamos. La gente se convocó
principalmente por las redes sociales, junto a algunas pocas organizaciones
ciudadanas, como el Movimiento Pase Libre (que pregona la gratuidad del
transporte público), pero sin un liderazgo determinado y movida por un conjunto
variado de reclamos: el rechazo al aumento del boleto urbano, la mala calidad
de la educación y del sistema de salud, la mencionada corrupción. “Somos todos
social networks”, decía una de las pancartas aparecidas en una de las
manifestaciones.
Estas características
difusas y sin una organización que liderara el movimiento quizá puedan explicar
que nadie aventurara un vendaval político. Desde el mundo político, en especial
la presidenta Rousseff, hubo apertura y capaciad de escucha ante la amplitud de
la protesta. Pero fue más por reacción que por acción. Durante las primeras
semanas de la protesta, los líderes políticos y lo analistas se quedaron
atónitos ante un evento que salía de sus esquemas. Tras más de una década de
gobierno en la que el oficialismo pudo contar con el respaldo popular por haber
proyectado el país hacia el desarrollo, sacando de la pobreza a 20 millones de
ciudadanos que engrosaron los sectores medios, ¿cómo se podía interpretar una
protesta tan masiva? Además, esto acontecía precisamente en el momento en que
en una docena de ciudades el Estado invertía miles de millones de dólares en la
construcción y remodelación de los estadios en vista del Mundial de fútbol que
se inaugurará el año que viene.
Para las periodistas de
investigación Natalia Viana y Marina Amaral, las gigantescas inversiones
realizadas en vista a la Copa del Mundo dejan un halo de sospechas que
contribuyó a generar la irritación de la gente. Son pocas las empresas
beneficiadas, se ha creado un área de exclusión alrededor de los estadios y la
gente está siendo desalajoda sin previo aviso. En muchos casos son personas sin
título de propiedad que habitan viviendas precarias. Mientras que en todo el
país el sistema de transporte sigue siendo ineficiente y malo, la prioridad de
las obras públicas han apuntado al transporte sobre ruedas. El mundial será,
además, una fiesta para pocos porque será cara y no se permitirá que la
“torcida” concurra al estadio con pancartas y bombos, al mejor estilo
brasileño. El Maracaná, que hospedó la final del Mundial de 1950, redujo su
capacidad de 200.000 espectadores a apenas 74.000 por haber ampliado los
sectores VIP. “La mayoría de los brasileños tiene la impresión de que la mayor
fiesta futbolera del mundo les ha sido robada”, concluyen las dos periodistas
en una nota aparecida en The Nation.
¿Cómo interpretar el
fenómeno? Es evidente que ya no son más los tiempos de “pan y circo”. No se
pueden maquillar los problemas estructurales de un país como Brasil, a cambio
de transformarlo durante un mes en una preciosa vidriera, mientras la gente
común emplea, como en San Pablo, tres horas diarias para ir a trabajar. “La
gente ocupa la plaza no para escuchar un mensaje, sino para ocupar un espacio y
hacer sus propias reivindicaciones”, escribe Peter Beaumont, en el periódico
británico The Observer. Y, por lo visto, raras veces la política logra captar
con antelación, por comodidad o miopía, los problemas reales de la ciudadanía.
De ahí el rechazo a ser representados por los partidos. “Por un lado se
advierte la necesidad de un liderazgo, por otro no queremos quedar ligados a
tal o cual partido político”, explicaba a Associated Press un manifestante de
63 años, Rodrigues da Cunha.
En la era de internet y de
las redes sociales es casi imposible ocultar la realidad. Haber proyectado
Brasil en el camino al desarrollo, sin duda un mérito, no significa por cierto
hacerse acreedores de un cheque en blanco por parte de la ciudadanía. Hay una
mayor conciencia de los derechos de los ciudadanos y del rol del Estado. El
hecho de que el movimiento de protesta no posea un ámbito de representatividad
institucional, como un partido político, no le quita veracidad a los reclamos
ni cuestiona su nivel de temas prioritarios. No es casualidad que entre los
resultados logrados por las protestas callejeras figure el bochazo a la
ley que apuntaba a limitar el poder de investigación de los fiscales (una
herramienta contra la corrupción) y la normativa que destinará el 75 % de los
ingresos petroleros a mejorar el sistema educativo y el 25 % para el área de la
salud.
Las democracias del siglo
XXI están ante el desafío de madurar hacia formas de participación y de
consulta más directas, para que los ciudadanos no sientan que hay un sistema de
poder que vive prescindiendo de ellos.
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