Falleció luego de un ataque cerebral la ex premier británica conocida como la “Dama de Hierro”. Una mujer determinada y, sin duda, honesta. Pero ¿son virtudes suficientes para la gestión de gobierno?
8 de abril de 2013. Junto a Mijail Gorbachov y a Ronald Reagan, la ex primer ministro británica Margaret Thatcher, quien acaba de fallecer, es quizás una de las figuras más destacadas del tramo final del siglo XX y, más específicamente, de la última década de la Guerra Fría. Su gobierno concluyó, en 1990, precisamente cuando junto con el Muro se desmoronaba el Pacto de Varsovia.
Será recordada como la Dama de Hierro, por su inflexibilidad rayana a la obstinación, parienta directa de la cerrazón. Fue inflexible con los mineros, cuya huelga prolongada significó también la derrota de los sindicatos de su país, como lo fue con los militantes guerrilleros del Ejército Republicano de Irlanda (IRA), los que en 1981 protagonizaron junto con Bobby Sands una huelga de hambre que terminó con su vida y la de otros ocho militantes encarcelados en la prisión conocida como Long Kesh. Thatcher no claudicó y no hubo negociación. Sands y sus compañeros protestaban por haberle sido retirado el estatus especial, similar al de prisioneros de guerra. La ex primer ministro ambién fue inflexible en oportunidad de la desgraciada decisión de la junta militar argentina de invadir las islas Malvinas, provocando un anacrónco conflicto. Suya fue la orden de hundir el crucero General Belgrano, suya fue la decisión de no claudicar un solo milímetro en la defensa de los intereses coloniales británicos en el Atlántico sur.
Y también suya y de su par estadounidense Ronald Reagan fue la decisión unilateral de elevar las tasas de interés de la libra esterlina y el dólar, en obsequio a las teorías monetaristas de Milton Friedman, lo cual se repercutió trágicamente en las obligaciones internacionales de muchos países disparando la cuestión de la deuda externa, con el consecuente quiebre de 1982 y la ruina de una gran cantidad de países del Tercer Mundo. Un hecho, si es que existe una escala de este tipo, bastante más grave que la decisión de llevar el diferendo por las Malvinas a nivel de conflicto armado. Fue ésta la puerta de ingreso de las recetas de ajuste estructural auspiciadas por el Fondo Monetario Internacional y a las políticas de inversiones teledirigidas del Banco Mundial.
Frecuentemente, se apela a la honestidad como primera virtud del político. Se podrá discrepar con las políticas aplicadas por Margaret Thatcher, pero fue sin duda una persona honesta y bien intencionada, una estadista dotada de gran capacidad de gestión, incluso poco común.
Pero el tema es que, de por sí, la honestidad es una condición necesaria pero no suficiente para realizar un buen gobierno, si no es acompañada por la necesaria prudencia. Esta virtud supone la capacidad de verificar las consecuencias de nuestros actos, de tener presente los efectos colaterales y la precaución de verificar todos los argumentos acerca de los temas sobre los cuales construimos nuestras convicciones y, en este caso, la gestión de gobierno. La prudencia, por lo tanto, es lo que permite diferenciar la virtud de la firmeza del defecto, grave, de la obstinación.
No es casualidad que se debe justamente a esta mujer el haber acuñado la expresión TINA (por el acrónimo recabado de las palabras inglesas: there is no alternative,no hay alternativa), la frase que Thatcher solía repetir y que se transformó en el latiguillo de los que en esos profesaron culto y una fe incondicional a la libertad de mercado, sobre cualquier otro tipo de valor o principio. El mercado debía actuar sin vínculos, esa era no sólo una verdad, ¡sino la única verdad! La sabiduría de su “mano invisible” llevaría al equilibrio más justo, a la eficiencia y, en definitiva, al beneficio colectivo. Esas ideas impulsaron un modelo de economía ultra liberal que asignó a los mercado un estatus de casi impunidad: nada debía regularlos.
Fue ésta la lógica que impidió “ver” lo que estaba aconteciendo entre los países pobres, mientras se deprimían los precios internacionales de las materias primas, se deterioraban sus balanzas comerciales, mientras se pauperizaban sus economías, paso previo a achicar el Estado con la pretensión de hacerlo más eficiente. Un axioma aplicado indiferentemente en Finlandia como en Costa de Marfil, en Bolivia, como en el Reino Unido.
Margaret Thatcher con pertinaz determinación llevaba a cabo sus convencimientos sin ver lo que estaba a la vista: que el mercado no lograba que el tan mentado “goteo” beneficiara a todos, que la meritocracia que ella impulsaba en realidad premiaba a los que ya tenían y privaba a los demás de lo necesario, y además los tildaba de ineficientes. Al mismo tiempo se desmantelaba de a poco el andamiaje normativo que, hasta mediados de los ‘80, impedía al mercado financiero transformarse en lo que hoy es: un gigantesco casino que absorbe más del 99 por ciento de los movimientos diarios de capital en perjuicio de la economía real (la producción de bienes y servicios). Una gran parte de esos capitales se usa en operaciones especulativas o en títulos derivados con alto grado de sofisticación: para entendernos, los que han provocado el descalabro que desde los Estados Unidos se ha contagiado a partir de 2007 en el resto del mundo.
Thatcher, sin por eso achacarle todas las responsabilidades, compartidas incluso por supuestos “progre” como el presidente estadounidense Bill Clinton, representa fielmente ese mundo, del que hoy se comprende cada vez más la trampa intelectual en la que cayó estruendosamente una y otra vez. Y nos enseña que junto a la necesaria honestidad, tenemos que buscar en nuestros líderes la virtud de la prudencia, sin la cual hasta las mejores intenciones pueden abrir paso a las peores catástrofes.
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