Una
persona, posiblemente, desequilibrada llevó la violencia de la yihad
en la apacible ciudad uruguaya de Paysandú asesinando a un
comerciante judío. En la aldea global, nada acontece realmente
lejos. Pero así como tiene ecos el mal, también puede tenerlos el
bien. Depende de nosotros.
Hace
unos años participé como panelista en un seminario organizado en
Paraguay por las Conferencia de los episcopados latinoamericanos
sobre el rol de los laicos. En mi intervención me tocó plantear los
retos que suponen para la Iglesia los efectos de la globalización.
En el diálogo con los presentes que siguió a mi intervención, un
obispo paraguayo, acaso no demasiado adicto a informarse ni a
confrontarse con otras ideas, comentó que ése era un tema demasiado
alejado de su cotidianidad. “Vivo en una diócesis formada
mayoritariamente por comunidades rurales de campesinos dedicados al
cultivo de la soja –dijo–, nuestros problemas son otros”.
Cuando fue mi turno, le respondí que el cultivo de la soja no había
sido elegido por su gente, sino por el elevado precio internacional
que fija el mercado de Chicago, influido por la demanda de China e
India. Y esa decisión no era de los campesinos sino de los dueños
de sus tierras, cuyas ganancias podían variar por el tipo de cambio
entre el dólar, moneda usada para pagar la soja, y la divisa local
en base a la inserción de Paraguay en la economía regional. A su
vez, los cultivadores no disponían de la semilla, porque ésta es
controlada por marcas multinacionales que la negocian en los tratados
de protección de inversiones firmados por su país con otros
Estados. Además, debido a los efectos del calentamiento global
provocado por las emisiones del norte del mundo industrializado, si
no dejaba de hacer calor (comenzaba el otoño y las temperaturas
seguían altas) no se enfriaría la tierra y sus campesinos no
podrían preparar la segunda cosecha de esa leguminosa... “Monseñor,
usted vive en el centro del centro de los problemas de la
globalización” contesté al asombrado obispo.
Quizás
también los cincuenta mil habitantes de la apacible ciudad uruguaya
de Paysandú, en la frontera con la Argentina, creían estar a salvo
de los embates de la globalización. El terrorismo fundamentalista
del que habla la televisión parecía un tema de otra galaxia. Un
mundo demasiado lejos para una ciudad en la que al mediodía todos
regresan a su casa para almorzar y hasta dormir una breve siesta...
Hasta que la mente insana de una persona posiblemente trastornada, la
de Carlos Omar Peralta, rebautizado como Abdullah Omar luego de su
reciente adhesión al Islam, no decidió que podía reproducir en su
adormilada ciudad el conflicto entre palestinos e israelíes, que en
tiempos más reciente ha tomado la forma de un estilicidio de
acciones violentas a punta de cuchillo y reacciones por parte de las
fuerzas de seguridad que ha producido más de 210 muertes, unos 30
israelíes y 180 palestinos. Lo hizo en modo irracional y loco. Sin
reparar en que la violencia en Tierra Santa desde hace décadas sigue
siendo estéril, en un círculo vicioso de abusos de un pueblo sobre
otro y reacciones exasperadas. Lo hizo como última consecuencia de
un “efecto mariposa” amplificado. Supuestamente en nombre de ese
mismo Alá, que en realidad sólo ama a todos sus hijos, Carlos
Peralta Abdullah Omar asesinó a cuchilladas al comerciante judío
David Fremd Wulf e hirió a uno de los hijos de su víctima.
Como
el obispo paraguayo con el que comencé este comentario, ese 8 de
marzo la gente de Paysandú despertó en el mundo globalizado y se
dio cuenta de que en la aldea global nada acontece lejanamente. Sino
que todo repercute, y sin pedir permiso, en nuestras ciudades,
nuestros barrios. "Hoy soy judío", escribió un
comerciante de la ciudad en una pizarra al otro día. Fue una muestra
de solidaridad esencial, como hubo muchas más. Y es lo mejor que
pueda pasar. Este mundo nos desafía a todos. Por lo que todos somos
palestinos y todos somos judíos cuando impera la violencia en Tierra
Santa. Todos somos sirios, todos somos iraquíes, todos somos
marfileños o nigerianos, todos somos libaneses... No puede haber paz
para nadie mientras no haya paz. Es la ley de la aldea global. No hay
mal que por bien no venga, entonces: nos recuerda que la humanidad es
una sola familia. La única manera de afrontar los problemas es
juntos. Quizás que no nos permita generar otro “efecto mariposa”
pero en dirección de la paz.
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