lunes, 14 de marzo de 2016

El efecto mariposa en la aldea global

Una persona, posiblemente, desequilibrada llevó la violencia de la yihad en la apacible ciudad uruguaya de Paysandú asesinando a un comerciante judío. En la aldea global, nada acontece realmente lejos. Pero así como tiene ecos el mal, también puede tenerlos el bien. Depende de nosotros.

Hace unos años participé como panelista en un seminario organizado en Paraguay por las Conferencia de los episcopados latinoamericanos sobre el rol de los laicos. En mi intervención me tocó plantear los retos que suponen para la Iglesia los efectos de la globalización. En el diálogo con los presentes que siguió a mi intervención, un obispo paraguayo, acaso no demasiado adicto a informarse ni a confrontarse con otras ideas, comentó que ése era un tema demasiado alejado de su cotidianidad. “Vivo en una diócesis formada mayoritariamente por comunidades rurales de campesinos dedicados al cultivo de la soja –dijo–, nuestros problemas son otros”. Cuando fue mi turno, le respondí que el cultivo de la soja no había sido elegido por su gente, sino por el elevado precio internacional que fija el mercado de Chicago, influido por la demanda de China e India. Y esa decisión no era de los campesinos sino de los dueños de sus tierras, cuyas ganancias podían variar por el tipo de cambio entre el dólar, moneda usada para pagar la soja, y la divisa local en base a la inserción de Paraguay en la economía regional. A su vez, los cultivadores no disponían de la semilla, porque ésta es controlada por marcas multinacionales que la negocian en los tratados de protección de inversiones firmados por su país con otros Estados. Además, debido a los efectos del calentamiento global provocado por las emisiones del norte del mundo industrializado, si no dejaba de hacer calor (comenzaba el otoño y las temperaturas seguían altas) no se enfriaría la tierra y sus campesinos no podrían preparar la segunda cosecha de esa leguminosa... “Monseñor, usted vive en el centro del centro de los problemas de la globalización” contesté al asombrado obispo.
Quizás también los cincuenta mil habitantes de la apacible ciudad uruguaya de Paysandú, en la frontera con la Argentina, creían estar a salvo de los embates de la globalización. El terrorismo fundamentalista del que habla la televisión parecía un tema de otra galaxia. Un mundo demasiado lejos para una ciudad en la que al mediodía todos regresan a su casa para almorzar y hasta dormir una breve siesta... Hasta que la mente insana de una persona posiblemente trastornada, la de Carlos Omar Peralta, rebautizado como Abdullah Omar luego de su reciente adhesión al Islam, no decidió que podía reproducir en su adormilada ciudad el conflicto entre palestinos e israelíes, que en tiempos más reciente ha tomado la forma de un estilicidio de acciones violentas a punta de cuchillo y reacciones por parte de las fuerzas de seguridad que ha producido más de 210 muertes, unos 30 israelíes y 180 palestinos. Lo hizo en modo irracional y loco. Sin reparar en que la violencia en Tierra Santa desde hace décadas sigue siendo estéril, en un círculo vicioso de abusos de un pueblo sobre otro y reacciones exasperadas. Lo hizo como última consecuencia de un “efecto mariposa” amplificado. Supuestamente en nombre de ese mismo Alá, que en realidad sólo ama a todos sus hijos, Carlos Peralta Abdullah Omar asesinó a cuchilladas al comerciante judío David Fremd Wulf e hirió a uno de los hijos de su víctima.
Como el obispo paraguayo con el que comencé este comentario, ese 8 de marzo la gente de Paysandú despertó en el mundo globalizado y se dio cuenta de que en la aldea global nada acontece lejanamente. Sino que todo repercute, y sin pedir permiso, en nuestras ciudades, nuestros barrios. "Hoy soy judío", escribió un comerciante de la ciudad en una pizarra al otro día. Fue una muestra de solidaridad esencial, como hubo muchas más. Y es lo mejor que pueda pasar. Este mundo nos desafía a todos. Por lo que todos somos palestinos y todos somos judíos cuando impera la violencia en Tierra Santa. Todos somos sirios, todos somos iraquíes, todos somos marfileños o nigerianos, todos somos libaneses... No puede haber paz para nadie mientras no haya paz. Es la ley de la aldea global. No hay mal que por bien no venga, entonces: nos recuerda que la humanidad es una sola familia. La única manera de afrontar los problemas es juntos. Quizás que no nos permita generar otro “efecto mariposa” pero en dirección de la paz.


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