Anualmente se pierden 100.000 hectáreas de bosques en el segundo pulmón de América. Quienes por trabajo o voluntariamente se dedican a defender la naturaleza son perseguidos, sufren atentados y, a menudo, pierden la vida.
Los ambientalistas molestan. A veces exageran, a menudo pecan de escasa capacidad de diálogo y su discurso cuando es exacerbado no siempre lleva a encontrar una solución a los problemas. Pero no caben dudas de que la defensa del medio ambiente ya no es un tema menor en cualquier lugar del mundo como a nivel global. Por otro lado, es gracias a las denuncias de las organizaciones ambientalistas que hoy el tema figura a menudo en la agenda de los gobiernos, aunque no siempre y no con la prioridad que merecería.
Tampoco caben dudas de que la acción de los ecologistas atenta contra el afán de negocios de pequeños caudillos locales, que hacen las suyas sobre todo en ausencia del Estado, y de las grandes corporaciones propensas a preocuparse muy poco del impacto de sus actividades: recursos hídricos agotados y contaminados, tala indiscriminada de bosques, megaproyectos mineros que inciden en la actividad agropecuaria, el prontuario de atropellos es muy grande y con frecuencia, quien denuncia todo esto, arriesga su vida.
Según el Centro de Acción Legal, Ambiental y Social de Guatemala (CALAS) en poco más de veinte años 46 guardias encargados de proteger los bosques y otros recursos naturales han sido asesinados. La organización FUNDAECO, por su parte, tuvo siete muertes y su sede sufrió un atentado. El tema es de particular actualidad: cada año el país pierde más de 100 mil hectáreas de selva, que es considerada el segundo pulmón de América después de Amazonas.
La madera en Guatemala es muy importante, para la mayoría de la población, que además registra un importante incremento demográfico, es el único recurso para cocinar la comida.
Como a menudo sucede, las cuestiones ambientales, se tornan problemas regionales: hace poco más de una semana, el arzobispo salvadoreño de San Salvador, José Luis Escobar, denunció los efectos de la actividad minera en Cerro Blanco, en territorio guatemalteco. al contaminar los cursos de agua río arriba. Para el prelado, el gobierno de El Salvador debería recurrir a los organismos internacionales para evitar los efectos que padece la población.
La connivencia entre las autoridades y los empresarios sin escrúpulos se tornan evidentes cuando los perseguidos son los ambientalistas y los que defienden sus tierras o los recursos como el agua. La mescla de estos factores se vuelve explosiva si se agrega que Guatemala integra el triángulo más violento del mundo, junto con El Salvador y Honduras. El director del CALAS, Yuti Melini, cinco años atrás estuvo diez días en terapia intensiva luego de sufrir un atentado. La vida de una persona vale muy poco y sobran matones dispuestos a ganarse un puñado de dólares para sacarse de encima a un molesto ambientalista.
Las autoridades guatemaltecas prefieren hacer la vista gorda y criminalizar a las ong. Ya lo han hecho con la protesta social durante la gestión del actual presidente Otto Pérez Molina, acusado en el proceso contra el ex dictador Efraín Ríos Montt, de haber coordinado las matanzas de indígenas ixil entre 1982 y 1983. Y lo que falta es precisamente la presencia del Estado, particularmente a través de las fuerzas de seguridad, para vigilar la acción de ganaderos que pretenden talar los bosques para cultivar pasto para sus animales, de las mineras, y de los narcotraficantes que están ganando cada vez más espacio de acción en Guatemala. Más temprano que tarde se tomará conciencia de que la preservación del medio ambiente ha dejado de ser un lujo.
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