Ante una multitud reunida en la plaza San Pedro, Joseph Ratzinger ha
invitado a entregarse a Dios como lo hacen los niños. “El Señor está
siempre al lado nuestro”.
Antes de pasar a ser papa emérito, Benedicto XVI se despidió hablando
a la multitud reunida en la plaza San Pedro para saludarlo. El tono del
Papa fue sereno, habló pausadamente, se diría con dulzura. Agradeció a
todos, a sus colaboradores, a los cardenales que lo han acompañado... y
también a las tantas personas que con sencillez se han dirigido a él por
escrito, con cartas que venían del corazón, gente que, como él mismo ha
comentado, se dirige al Papa no como se escribe a un jefe de Estado.
El suyo fue un discurso sencillo, trasparente, abierto y lleno de
confianza en Dios. “Siempre he sabido que en la barca de Pedro, que no
es nuestra, no es mía, está el Señor”. El Papa recordó que en los ocho
años de pontificado hubo momento de luz y de alegría, pero también
momentos difíciles. Acerca de su decisión de renunciar: “Amar la
Iglesia también significa tener el coraje de hacer elecciones difíciles y
sufridas por el bien de la Iglesia”. Sin embargo, esto no significa
alejarse del llamado a acompañar la vida eclesial: “No regreso a la vida
privada, no abandono la cruz sino que sigo al servicio de la Iglesia y
en cierto modo en el precinto de San Pedro, acompañaré con la oración y
la reflexión”. Con palabras cálidas invitó a todos a entregarse a Dios
con la confianza de los niños: “Quisiera que cada uno sintiera la
alegría de ser cristiano... El Señor nos acompaña y está cerca de
nosotros”. “Yo también los he querido a todos”, testimonia no sin cierto
candor. Como decir: también el Papa ama al prójimo.
Durante todo su papado, con las palabras, los escritos (“Dios es
amor” ha sido el título de su primera encíclica) y sus gestos, entre
ellos el de tomar la decisión de renunciar por carecer de las energías
necesarias para ejercer el ministerio petrino, y hasta en este último
discurso, Joseph Ratzinger ha recordado constantemente que el amor es el
combustible indispensable que da sentido a la Iglesia (“un cuerpo
vivo”) y permite comprender su naturaleza.
Esta clave permite, quizás, entender también las circunstancias duras
y dolorosas que hoy están afectando a toda la cristiandad y la enlodan,
comenzando por hechos aberrantes como los abusos de menores o como las
luchas intestinas, que surgen precisamente cuando se pierde el horizonte
del amor que debe alimentar y orientar los comportamiento de cada
miembro de la Iglesia.
Sin amor, y Jesús convoca a cada cristiano a vivirlo y dar testimonio
de ello en su vida, el “cuerpo vivo” de la Iglesia se torna cuerpo
muerto, la teología se vuelve ideología, las enseñanzas morales duros
dictados sin sentido, el servicio para el bien de todos se vuelve árida
burocracia y, cuando no, espacio de poder.
S. Kierkegaard decía que el cristianismo no es una doctrina, es el
encuentro con una persona. La Iglesia, pese a que a veces su navegación
pasa por momentos por aguas tormentosas, tiene la inmensa tarea de dar
testimonio de haberse encontrado con Jesucristo vivo, presente entre sus
miembros porque, como recuerda el Evangelio de Mateo, “donde dos o más
están reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos”.
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