jueves, 27 de febrero de 2014

Los grupos de autodefensa no solucionan la violencia

Ante el avance del crimen organizado armar a los ciudadanos es admitir la derrota del Estado y sus instituciones. El ejemplo de Colombia muestra los riesgos de esta respuesta y también cómo generar procesos no violentos.

En estos meses se ha instalado el debate sobre el surgimiento de grupos de autodefensa en México. Una comprensible reacción a la violencia de los carteles de la droga que imperan en amplias regiones del país, ante la ausencia del Estado, cuando no se trata de una explícita complicidad de las autoridades locales o de las fuerzas de seguridad.

¿Es legítimo defenderse en estas circunstancias, pensando en aquellos ciudadanos que han padecido reiteradas extorsiones y hasta han sufrido la muerte de algún familiar? Alguna justicia debe haber, aunque sea por mano propia, se podrá argumentar en circunstancias tan extremas. Sin embargo, precisamente porque se trata de circunstancias extremas, es dudosa la conveniencia de adoptarlas como criterio para combatir la delincuencia.
La expansión del crimen organizado necesita de la respuesta combinada y preventiva del Estado y de la ciudadanía, para recuperar el territorio dominado por las bandas armadas, y de las fuerzas de seguridad para entablar una lucha inteligente y especializada. Reducir el tema a mero enfrentamiento armado, es a largo plazo un error de estrategia que no incide en las raíces del problema.

Quizás habría que tener en cuenta el ejemplo colombiano, donde la historia de los grupos de autodefensa, liderados por los hermanos Castaño y Salvatore Mancuso, terminó confundiéndose con la de los narcotraficantes en una espiral de violencia que lejos de afrontar el problema lo agravó, en medio de un conflicto armado que ya involucraba a diferentes grupos guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares y el proprio ejército regular,
Con un trabajo persistente y riesgoso, muchos ciudadanos de la región colombiana del Magdalena Medio lograron revertir la situación y poner coto pacíficamente a la acción de los grupos armados que azotaban la zona. Fueron tomando conciencia de sus propios derechos y de su dignidad, se dedicaron a reconstruir el tejido social promoviendo una economía local en base a los recursos de la región, brindando formación ciudadana a las comunidades, recuperando la solidaridad. Eso trajo mayor presencia del Estado y pudo mejorar la situación.

Hubo ciudadanos que, sin embargo, pagaron con la vida el esfuerzo no violento de restarle terreno a la violencia. Pero a la larga se demostró que fue la respuesta más adecuada, la que evitó que se derramara todavía más sangre.
Hoy Colombia enfrenta un delicado proceso de paz, de éxito todavía incierto, pero que tiene el valiente objetivo de poner fin a la violencia sin utilizar otra fuerza que la persuasión y la razón. Quizás habría que mirar con atención y aprender de este proceso.

Cuando el crimen y la violencia se apropian de un territorio, es que el desgaste de la fuerza del Estado y de la comunidad ha sido tal que no hay más remedio que reconstruirlo. La alternativa es la ley del más fuerte, o sea las antípodas de cualquier convivencia civil.

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