Ante el avance del crimen organizado armar a los ciudadanos
es admitir la derrota del Estado y sus instituciones. El ejemplo de Colombia
muestra los riesgos de esta respuesta y también cómo generar procesos no
violentos.
En estos meses se ha instalado el debate sobre el surgimiento
de grupos de autodefensa en México. Una comprensible reacción a la violencia de
los carteles de la droga que imperan en amplias regiones del país, ante la
ausencia del Estado, cuando no se trata de una explícita complicidad de las
autoridades locales o de las fuerzas de seguridad.
¿Es legítimo defenderse en estas circunstancias, pensando en
aquellos ciudadanos que han padecido reiteradas extorsiones y hasta han sufrido
la muerte de algún familiar? Alguna justicia debe haber, aunque sea por mano
propia, se podrá argumentar en circunstancias tan extremas. Sin embargo,
precisamente porque se trata de circunstancias extremas, es dudosa la
conveniencia de adoptarlas como criterio para combatir la delincuencia.
La expansión del crimen organizado necesita de la respuesta
combinada y preventiva del Estado y de la ciudadanía, para recuperar el
territorio dominado por las bandas armadas, y de las fuerzas de seguridad para
entablar una lucha inteligente y especializada. Reducir el tema a mero
enfrentamiento armado, es a largo plazo un error de estrategia que no incide en
las raíces del problema.
Quizás habría que tener en cuenta el ejemplo colombiano,
donde la historia de los grupos de autodefensa, liderados por los hermanos
Castaño y Salvatore Mancuso, terminó confundiéndose con la de los
narcotraficantes en una espiral de violencia que lejos de afrontar el problema
lo agravó, en medio de un conflicto armado que ya involucraba a diferentes
grupos guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares y el proprio ejército
regular,
Con un trabajo persistente y riesgoso, muchos ciudadanos de
la región colombiana del Magdalena Medio lograron revertir la situación y poner
coto pacíficamente a la acción de los grupos armados que azotaban la zona.
Fueron tomando conciencia de sus propios derechos y de su dignidad, se
dedicaron a reconstruir el tejido social promoviendo una economía local en base
a los recursos de la región, brindando formación ciudadana a las comunidades,
recuperando la solidaridad. Eso trajo mayor presencia del Estado y pudo mejorar
la situación.
Hubo ciudadanos que, sin embargo, pagaron con la vida el
esfuerzo no violento de restarle terreno a la violencia. Pero a la larga se
demostró que fue la respuesta más adecuada, la que evitó que se derramara
todavía más sangre.
Hoy Colombia enfrenta un delicado proceso de paz, de éxito
todavía incierto, pero que tiene el valiente objetivo de poner fin a la
violencia sin utilizar otra fuerza que la persuasión y la razón. Quizás habría
que mirar con atención y aprender de este proceso.
Cuando el crimen y la violencia se apropian de un territorio,
es que el desgaste de la fuerza del Estado y de la comunidad ha sido tal que no
hay más remedio que reconstruirlo. La alternativa es la ley del más fuerte, o
sea las antípodas de cualquier convivencia civil.
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