jueves, 22 de diciembre de 2011

Muerte de un dios comunista

Corea del Norte llora a Kin Jong-il, su líder fallecido prematura y misteriosamente. El adjetivo misterioso se ajusta a este régimen inaccesible donde los cambios advienen en el silencio y el desconocimiento más total. Las imágenes de congoja y llanto, difundidas desde China, el único país amigo de Corea del Norte, ocupan las portadas de los informativos. Difícil saber si se trata de un dolor sincero o una sobreactuación necesaria para demostrar fidelidad a un poder que no es tierno con toda manifestación que no sea de obsecuencia. Un régimen cuyo adoctrinamiento comienza desde las escuelas primarias y acompaña a los coreanos  durante toda su vida, transformando en dioses a sus líderes: primero al fundador de la patria comunista surgida en 1946, Kim Il-sung, y ahora su sucesor -e hijo-, ya en vida proclamado "Querido Líder", "Descendido del Paraíso", "Padre del Pueblo", "General Amado" "Gran Sol de la Nación". Tomará su lugar Kim Jong-un, su tercer hijo quien aún no cumplió treinta años.
El país vive en el aislamiento paranoico de quienes se sienten permanentemente amenazados. Una amenza que es una mezcla de verdades a medias. Es cierto que en la frontera ubicada en el paralelo 38 aún estacionan 30 mil soldados estadounidenses, residuo del conflicto estallado luego de la Segunda Guerra Mundial, que opuso a Corea del Norte con Corea del Sur, el país hermano-enemigo, fiel aliado de Washington. Un aislamiento que sólo cuenta con la excepción del aliado chino que, a su vez, ve a Corea del Norte como barrera necesaria al expansionismo norteamericano en la región. En el vacío aeropuerto de Pyongyang, la capital, sólo hay un vuelo y, en días alternos, que une la ciudad con Pekín. Y también es cierto que la política de la Casa Blanca no ha hecho mucho para entablar relaciones más razonables con el país comunista, como por ejemplo las ha entablado con los sátrapas de los países de Asia Central, Kaajistán, Uzbekistán, Turkmenistán, Kirguízistán... por ejemplo, cuyos gobiernos no son más democráticos que el de Corea del Norte.
Si a esto agregamos lo útil que es para una dictadura poder demonizar un enemigo visible que justifique toda política de seguridad absoluta, comprendemos cómo Corea del Norte haya llegado al absurdo de hambrear a su pueblo con tal de mantener un aparato militar descomunal (10 millones de soldados, entre efectivos y reservistas, sobre 24 millones de habitantes), con pretensiones de programas de armamentos nucleares que absorben gran parte del magro presupuesto de este paupérrimo país. Según expertos australianos, en 2007 el 60% de los niños por debajo de los dos años padecía el “arresto” de su crecimiento por efecto de la desnutrición.
Las tratativas diplomáticas han seguido periódicamente el guión de agresión-defensa-soberbia-arresto- una y otra vez. Con ambiguedades de ambas partes, como el informe semi inventado de los Estados Unidos en 2002, que echó a perder los pasos hacia adelante para el desmantelamiento del programa nuclear, o los inoportunos ensayos nucleares de 2006 y 2009, de dudosos resultados, pero útiles para que los halcones de la Casa Blanca apelaran a la mano dura contra este "Estado canalla", sin olvidar el pedido de nuevos y más sofistados armamentos para el Pentágono que tanto bien hacen a la industria militar que cuenta con varios millones de empleados.
¿Qué pasará ahora con la llegada del sucesor del "Querido Líder"? Difícil preverlo. Mientras tanto el pueblo podrá llorarlo hasta el 28 de diciembre. ¿Serán lágrimas verdaderas? Si así fuera no debería asombrar. "Amaba el Gran Hermano", son las últimas palabras de "1984" que George Orwell, el autor, atribuye al protagonista de la novela que las musita luego de las sesiones de tortura y "reeducación" incluso de su pensamiento. El efecto de un régimen que asfixia toda libertad es el de dominar también las mentes, modificar los criterios para distinguir lo que es verdadero de lo que no lo es, hasta reformular versiones oficiales de la historia para que ésta muestre su inmaculada visión de la realidad. Es la triste condición de un pueblo azotado por un régimen que se parece más a un residuo del pasado que a un Estado con la esperanza de perdurar.
Claro está, si la racionalidad prevaliera sobre los cálculos mezquinos en el plano de la política internacional, incluso los norcoreanos podrían contar con más oportunidades de salir de su penoso aislamiento.

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