La noche del 25 de diciembre de 1991 la bandera roja de la Unión Soviética fue amainada en el Kremlin y en su lugar fue izado el tricolor, azul, blanco y rojo, del zar Pedro el Grande. Días antes, el 8 del mismo mes, en una dacha (casa de campo) de la localidad de Belovezhskaya Pushcha, en Bielorusia, los líderes de la URSS, el ruso Boris Yeltsin, el ucraniano Leonid Kravchuk y el bieloruso Stanislav Shushkevich firmaban el documento que decretaba el fin de la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y el nacimiento de la mucho menos fuerte Comunidad de Estados Independientes (CSI).
¿Sabían el alcance de esa decisión esos hombres? El debate sigue vivo, al respecto.
Para Vladimir Putin, el actual hombre fuerte de Rusia, fue la peor catástrofe geopolítica. Lenin lo había adelantado: el día que se perdiera Ucrania se perdería la cabeza. Para otros fue inevitable. La cuestión es que a partir de esa fecha, la política internacional cambió radicalmente: Armenia, Azerbayán, Bielorusia, Estonia, Georgia, Kazakistán, Kirguizistán, Letonia, Lituania, Moldavia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán dejaron de recibir órdenes de Moscú y se transformaron en los dueños de sus propios destinos.
En el medio, una crisis económica feroz, el hambre y la miseria negra sacudían el ex imperio soviético. Rusia literalmente vendió al por mayor sus bienes públicos repartiéndolos en cuotas de participación entre sus ciudadanos hambrientos que poco sabían qué hacer con esos papeles. En efecto, una oligarquía corrupta los compró adueñándose de todo el país, gracias a la complicidad del no menos corrupto Yeltsin, quien nunca fue un brillante político. Muy cerca de él, Putin, ex oficial del KGB, tuvo la paciencia de esperar hasta llegar al poder que cayó en sus manos como pera madura. Luego, con las buenas y muy a menudo con las malas, logró reconstruir el patrimonio estatal, comenzando por la empresa petrolera. Hoy Rusia vuelve a anhelar un pasado imperial.
Pero mientras tanto, Occidente perdió la oportunidad de transformarse en socio de Moscú. Podría haberlo sido de haber socorrido en forma generosa al ex gigante soviético cuya economía agonizaba al transitar sin anestesia del sistema socialista al capitalismo más desenfrenado. A lo largo de los '90 desde el Kremlin fue observada con claridad la avanzada de los Estados Unidos tendiente a alejar de Moscú a los ex miembros de la Unión Soviética, en especial los países de Asia Central (el vientre blando del imperio rojo), ricos en petróleo y gas. El objetivo de rodearla de bases militares y países amigos a la Casa Blanca fue alcanzado al menos parcialmente, sobre todo con un rotundo resultado en Ucrania, Georgia, Uzbekistán, por ejemplo, y con resultados más pendulares en otros casos. Sim embargo, fue una política que rompió el monopolio ruso en el transporte de crudo y gas en la región.
Esa firma del 8 de diciembre de 1991 debería ser considerada el punto de partida (o la caída del Muro de Berlín, si se prefiere) de nuestra historia reciente que, en realidad, sólo pasa por el 11 de setiembre, puesto que sigue un guión escrito a partir de esa reunión en una Dacha de Bielorusia y que contempla gran parte de los hechos acontecidos hasta ahora.
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