Vaclav Havel quedará ligado a la "revolución de terciopelo", imagen con la que se quiso representar la caída sin violencia del régimen socialista de la entonces Checoeslovaquia, en 1989, luego de más de cuatro décadas de asfixiante opresión. La caída del Muro de Berlín en ese bullicioso final de década estaba cambiando el mapa geopolítico del planeta.
Pese a que fue dos veces presidente de su país, Chekia, Havel nunca supo ser lo que se suele llamar "animal político" para conservar su perfil de "amateur", si se quiere, o de "outsider" como se dice en inglés. Sin embargo, su rol fue clave en dos etapas delicadas de su país. Primero, el regreso a la democracia y también a la economía de mercado. Luego, en 1993, durante la separación de Eslovaquia que quiso seguir su propio destino como país independiente de la federación formada con Chequia luego de la Primera Guerra Mundial. En ambos casos, se trató de un proceso incruento, que se produjo sin dejar heridas. Un dato no menor, si pensamos que en la misma época la disolución de la Yugoslavia comportó una guerra sangrienta.
Luego de la caída del socialismo, Havel fue literalmente catapultado a la presidencia de Chekia por la sociedad civil. Un desafío que aceptó y que llevó a cabo coherente con sus convicciones. Nunca dejó de apelar a la necesidad de vincular la política con la dimensión de la ética. Acaso por eso su presencia también generó molestias en la política nacional, cosechando gran admiración en el plano internacional.
Lejos de encaramarse en la continuidad del poder, cuando comprendió que esa etapa había concluido se retiró a su actividad de intelectual y a luchar contra el cáncer que lo afectó durante la última década. Falleció ayer, a los años a los 75 años. Este dramaturgo, novelista, actor y hasta director de cine deja una herencia notable de dedicación a la cultura y a la propia patria y de visión de la política supeditada al bien común más que a proyectos personales. A veces la política necesita de figuras como éstas.
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