miércoles, 24 de marzo de 2010

Dios y los terremotos


Nunca sabremos el número exacto de las víctimas del terremoto de Haití. Se habla de 300 mil muertos. Lo que sí sabemos es que el sismo devastó a uno de los países más pobres del mundo. Aun no habíamos superado el shock  cuando otro sismo, inmensamente superior en intensidad, azotó a Chile. Otra vez el dolor de nuestros hermanos nos conmovió.
Ante semejantes tragedias, algunos lectores se han preguntado y nos han preguntado: “¿Dónde estaba Dios en esos días?”. La pregunta vuelve sobre un planteo que no es nuevo: ¿Cómo se relacionan acontecimientos tan graves con la verdad revelada de que Dios es Amor? Y el cuestionamiento es especialmente angustioso si consideramos que entre las víctimas había muchos niños.
No nos parece que haya una respuesta racional ni explicación exhaustiva. Y sería presuntuoso pretender encontrarla. El impulso es más bien el de callar y meditar, porque nos encontramos frente al misterio de Dios. Nunca podremos penetrar y comprender por completo la lógica de sus designios.
Durante siglos se interpretó el éxito material como una señal de la benevolencia divina, y como un castigo por nuestras faltas los eventos dolorosos.
La reflexión teológica interpretó como superficial esta lógica. El libro de Job, en el que un hombre justo se rebela ante el supuesto castigo recibido por intermedio de grandes desgracias, invita a una reflexión más profunda sobre la condición humana. Finalmente, el mismo Job que exige de Dios una explicación de sus vicisitudes, se arrodilla ante el Creador y comprende que sólo desde la fe del propio corazón es posible penetrar un poco en el misterio.
La pasión de Jesús, que recordamos en estos días introduce un elemento novedoso clave en nuestra relación con el Padre. Porque Jesús, el Hijo de Dios, al encarnarse asume y experimenta la dimensión del dolor humano. Él afronta la muerte y la desgarradora experiencia de sentirse distanciado del Padre. Y también plantea su porqué: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En ese grito se resume todo dolor: el nuestro y el de millones de personas.
Sin embargo, pese a no comprender, igualmente Jesús se encomienda en las manos del Padre, cuya respuesta a su “porqué” es la resurrección. La barrera de la muerte ha sido franqueada: la vida, la verdadera vida, traza una línea de continuidad que une la experiencia terrena con la realidad celestial.
Por lo tanto, frente al dolor inocente, que es el más desgarrador, la respuesta la encontramos en la fe de nuestro corazón. En la contemplación de un Padre que nos ama hasta el punto de darnos a su Hijo.
Esto no necesariamente significa una permanente acción interventora divina para evitarnos todo problema. Dios no es una suerte de “superman” que interviene a cada momento. Se podría pensar que al crear el universo Él ha dado inicio a una realidad que respeta sus propias leyes determinadas por la física, la química, la gravitación universal, etc., cuyos efectos sobre nuestra vida pueden tener consecuencias dramáticas. Si hoy un gran asteroide chocara con nuestro planeta, tendríamos un evento catastrófico que no depende de la voluntad de Dios, sino de las leyes de la física. Y lo mismo puede decirse de los terremotos.
Aún más profundo es el tema del comportamiento humano. Porque de alguna manera Dios parece “limitar” su omnipotencia ante nuestra libertad.  Incluso cuando utilizamos esa libertad para hacer el mal. Pensemos en las guerras, en los genocidios, eventos en el que el mal parece tener su hora de triunfo.
Todo lleva a pensar que si Dios tuviera que estar deteniendo cada catástrofe natural, también tendría que intervenir sobre todo ser humano hacedor del mal. Pero, indudablemente, volvemos a encontrarnos frente a un misterio. Y esto nos lleva a otra reflexión. Cada uno de nosotros advierte que Dios nos ama no sólo cuando estamos en la paz solitaria de nuestra intimidad, sino también – y quizás sobre todo – cuando somos objeto del amor de otros, cuando nos sentimos amados, protegidos, apoyados, respaldados en modo gratuito, incondicional, solidario por alguien. Por lo tanto, somos también nosotros vehículo del amor del Padre para los demás. Algo que debe importarle particularmente, puesto que su Hijo dijo: “Ámense los unos a los otros, como yo los he amado”.
Y aquí cabe plantearse otra pregunta ante el interrogante inicial “¿Dónde estaba Dios durante los terremotos?”.  Y es la misma pregunta que Dios le dirige a Caín, asesino de Abel: “¿Dónde está tu hermano?”. Ante tanto sufrimiento que padecen hoy nuestros hermanos, cabe preguntarnos: ¿dónde estamos nosotros?

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