Los países islámicos parecían un mundo poco disponible al cambio. En dos meses, cayeron dos dictaduras, en Egipto y en Túnez. ¿Qué sucede en el área islámica?
A mediados de los años ’80, cuando nadie presagiaba la caída del Muro de Berlín –el derrumbe de los regímenes socialistas europeos–, desde las columnas de Ciudad Nueva Antonio M. Baggio señalaba que el proceso político abierto por el entonces presidente Gorbachov –se solía usar las expresiones en ruso perestrojka (reforma) y glasnost (transparencia)– podría llegar mucho más lejos de lo que se imaginaba el líder soviético. Y así fue.
Del mismo modo, si se tiene en cuenta la complejidad del mundo islámico en el que, desde el pasado mes de diciembre, se han verificados giros políticos inesperados, puede que estemos frente a un fenómeno parecido a la caída del Muro de Berlín. También allí está aconteciendo algo inédito que abre ventanas inesperadas en un mundo que Occidente no suele comprender con facilidad.
El área interesada por el fenómeno es muy amplia y con características distintas. Los hechos comenzaron en los países del Magreb, como se denomina la región occidental de los países árabes del norte de África (al-magrib en este idioma significa poniente), y que abarca Túnez, Libia, Marruecos, Argelia, Sahara Occidental y Mauritania. El Magreb es parte de la cuenca del Mediterráneo, con vínculos históricos con los vecinos europeos.
Allí la insurrección popular provocó la caída del dictador tunecino Ben Alí, quien tuvo que refugiarse en el exterior con su clan familiar considerado como una suerte de “cleptocracia”. Como mancha de aceite, las protestas se extendieron a Argelia y Marruecos, para luego llegar al área de Medio Oriente, provocando en Egipto la caída del presidente Hosni Mubarak, en Jordania cambios en el gobierno y medidas preventivas de seguridad en Siria. Hubo manifestaciones en Yemen y reclamos en Arabia Saudita, y luego el fenómeno se extendió al área asiática con manifestaciones en Irán.
Ante la persistencia de las protestas en Egipto y la inicial negativa de Mubarak a abandonar el poder, el mundo (y en especial los Estados Unidos), contuvo la respiración. Ese tembladeral mantuvo a los analistas en la incertidumbre, pues se trataba nada menos que del país que controla el estratégico canal de Suez, y de una pieza clave del tablero medioriental al haber firmado un tratado de paz con Israel.
A su vez, cambios tan importantes en países donde cada gobierno o casa real se mantiene firme en el poder desde hace décadas son inéditos. Las causas más aparentes se encuentran quizás en la mezcla de descontento social, agudizado por la crisis financiera estallada en 2008 que impacta fuertemente en el norte de Africa, y de desgaste de regímenes autoritarios y corruptos que sólo favorecen una elite.
En este contexto, la novedad es que en estos años muchos jóvenes, pese a los altos niveles de analfabetismo, han podido completar los estudios secundarios y hasta universitarios –aunque el desempleo entre quienes posee un título de estudio sea muy alto con puntas del 60-70%–. Otro factor ha sido el acceso a internet y a redes sociales como twitter y facebook. La mecha de la rebelión fue encendida pues por un sector pensante con acceso al resto del mundo. Y no es casualidad que en China, Corea del Norte, Myanmar y Cuba se limite el uso de internet.
Nos faltaría un espacio mayor para desarrollar el rol las redes sociales...
En todos los casos, el mayor temor de las miradas Occidentales se dirigió al rol que desempeñarían en esta situación los sectores más radicalizados de inspiración islámica, como los Hermanos Musulmanes o el Gia argelino. Ese temor no sólo no se vio confirmado, sino que, por ejemplo, los Hermanos Musulmanes participaron de las negociaciones entre gobierno y oposición en Egipto. Eso está diciendo dos cosas: o que la amenaza de estos sectores radicalizados fue amplificada, ya sea por Occidente, ya sea por los mismos regímenes para justificar su continuidad; o que estos sectores han ingresado a una etapa de mayor racionalidad y disponibilidad a la discusión política.
El tema del radicalismo de matriz islámica no es menor. El temor a su influjo en la vida local ha motivado el apoyo de Occidente a las dictaduras de estos países, pese al discurso oficial de difusión la democracia en los países islámicos. El caso más patente es el de la invasión armada de Iraq y Afganistán. Es innegable el apoyo que ha recibido en 30 años el régimen de Mubarak, al tiempo que el tunecino Ben Alí llego al poder en 1987 con la complicidad del gobierno de Italia, mientras que la actual dictadura argelina, en 1991 se instaló con el apoyo de Francia. Del mismo modo, Occidente levanta su dedo acusador contra el régimen de Irán, pero soslaya y calla que el de Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Pakistán, Libia y los países islámicos de Asia Central son dictaduras que nada tienen que envidiar a los así llamados “estados canallas”.
A nivel popular, y entre las elites políticas locales, este doble discurso de Occidente –y el recelo por el pasado colonialista desempeñado por las potencias europeas– siempre ha sido patente y no ha contribuido a mejorar relaciones que, en realidad, podrían haber favorecido el mutuo interés por el desarrollo de estos países en lugar de imponer una dudosa razón de Estado, tras la que se ocultaban intereses económicos. De hecho, sobre todo del Magreb provienen las olas migratorias que hoy los europeos intentan frenar desesperadamente.
¿Hacia dónde va este proceso? Es muy probable que el estallido social haya abierto una ventana que conduzca a la introducción de reformas políticas. Quizás, antes que una democracia formal al estilo Occidental la gente esté buscando una vida mejor. Escribió el periodista alemán Volkhard Windfuhur, corresponsal en El Cairo desde hace 56 años: “”Durante 30 años en funciones, Mubarak no se tomó ni un solo minuto para hablar al corazón de su gente. No tenía esa capacidad”.
Se ve que los caminos de la democracia –y es difícil no tender a ella en un mundo globalizado– van por sendas diferentes.
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