La convocatoria al presidente palestino y al de Israel de orar por la superación del conflicto en Tierra Santa, además de un profundo significado religioso, también representa un gesto de mucho peso político.
Si bien la iniciativa del Papa Francisco de orar por la paz en Tierra Santa, entre israelíes y palestinos, tuvo un carácter eminentemente espiritual, es imposible no valorar también su peso político. Jorge Mario Bergoglio es un hombre que ha demostrado en varias oportunidades su gran capacidad de operar políticamente, por lo que es muy posible que su iniciativa haya tenido varios objetivos.
En primer lugar, la presencia de dos altas autoridades de ambas partes en un evento espiritual dice que el conflicto no es religioso, sino político.
A su vez, en coherencia con la permanente invitación que el Papa hace a los cristianos de comprometerse con la realidad en la que vivimos, su gesto sitúa la Iglesia católica en una de las tantas "fronteras" de nuestro siglo: la paz. Entre las reformas internas emprendidas por Francisco, figura también la de devolver a la Iglesia un rol transparente en la defensa y la preservación de la convivencia pacífica, un bien irrenunciable. No ha sido tan clara esta política en años anteriores, cuando la influencia de los neocons estadounidenses llegó hasta los muros vaticanos, pretendiendo indirectamente avalar la invasión de Iraq bajo la categoría de "guerra justa". Un operativo muy sutil que modificó por lo bajo la clara línea política determinada por Juan Pablo II, en ese entonces ya enfermo.
El reciente viaje de Bergoglio a Tierra Santa a fines de mayo, fue oportunidad para afirmar también con total claridad la postura de la Iglesia que reconoce por igual tanto del derecho del Estado de Israel a existir, como el derecho de los palestinos a un Estado independiente y soberano. Bergoglio rezó en el Muro del Templo (conocido con el de los Lamentos), pero rompió el protocolo dos veces, para rezar contra el muro de hormigón que, literalmente, enjaula los poblados palestinos. Ante el indirecto reproche del primer ministro Benjamín Netanyahu, el Papa no tuvo inconveniente de ir a rezar por las víctimas del terrorismo ante el monumento que las recuerda. Con sus gestos, reforzó la postura que reconoce derechos y condena la violencia como método para conseguirlos. Eso le da a la Iglesia la necesaria equidistancia para hablar con autoridad moral. Ningún rabino, de lo contrario, lo habría acompañado al Muro del Templo para fundirse allí en un abrazo junto a un representante del Islam, como lo ha hecho el argentino Abraham Skorka.
Por otra parte, la iniciativa Vaticana acontece en un momento que si bien es crítico para el proceso de paz, estancado como está pese a la iniciativa de Washington, también encierra una excelente oportunidad.
Luego de siete años de divisiones y de luchas internas resueltas incluso con las armas, los palestinos vuelven a recuperar su unidad política con la reconciliación entre sus principales facciones, Hamas y Fatah. El anuncio de un Gobierno de unidad es sin duda una buena notica para el proceso de paz. Pese a su pasado terrorista y fundamentalista, Hamas difícilmente podrá participar de un Ejecutivo que muchos países reconocen como el de un Estado independiente y soberano sin abandonar sus posturas más radicalizadas y violentas, comenzando por el propósito de lograr la destrucción de Israel.
Hay demasiada visibilidad, adquirida también gracias a la iniciativa espiritual del Papa, como para desperdiciar esta oportunidad con gestos irresponsables. Mahmud Abbas lo sabe, de lo contrario difícilmente habría aceptado exponerse tanto al aceptar la invitación papal. Evidentemente, hay un proceso de cambio interno en Hamas.
Si bien la presencia del presidente Shimon Peres no tenía el peso político de su Jefe de Gobierno, puesto que el presidente del Estado de Israel cumple una función más bien protocolar, no caben dudas de que igualmente se trató de una encumbrada figura del aparato estatal además ideológicamente representativa de una importante porción de la opinión pública.
La invitación no fue cursada al primer ministro Netanyahu, porque habría obtenido un rotundo rechazo, como además lo demuestra el silencio que se ha impuesto el propio jefe del Ejecutivo. Sin embargo, Netanyahu tampoco puede negar en nombre de una circunstancial mayoría oficialista que hay una cantidad de conciudadanos que anhelan un acuerdo de paz que ponga fin a un conflicto que dura desde hace 66 años.
Netanyahu se opone a negociar con una Autoridad Nacional Palestina que incluya a los terroristas de Hamas (y también al grupo Yihad Islámica), pero tampoco puede soslayar que su gobierno es sostenido por grupos que propugnan resolver el conflicto deportando a la fuerza a Jordania a todos los palestinos, que su Ejército aplica métodos similares a los que usa el terrorismo, y que su política de ampliación de los asentamientos israelíes en territorio palestino además de una provocación es una injusticia que viola lo dispuesto por las resoluciones de las Naciones Unidad al respecto.
Nadie puede pretender sentarse a una mesa de negociación con una contraparte impoluta. El haber participado de un conflicto hace que todos de algunas maneras lleguen con las manos ensangrentadas. Pero aquí el tema no es el pasado, sino el futuro. La iniciativa del Papa tiene chances de volver a encauzar un proceso al que todo el mundo desea éxito.
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