Hay dos hechos de política internacional de 2013 que merecen ser destacados: las negociaciones que permitieron evitar, primero, un ataque militar contra el gobierno de Siria acusado de usar armas químicas y que, sucesivamente, llevaron a acordar su desarme químico, un diálogo cuyo efecto se verificará durante la segunda conferencia de Ginebra sobre el conflicto sirio, fijada a partir del 22 de enero. El otro acontecimiento es el acuerdo que las grandes potencias1 alcanzaron con Irán sobre su programa nuclear.
En ambos episodios se desactivaron, al menos por el momento, importantes focos de tensión internacional. El caso del programa nuclear iraní venía desde 2004. Que haya prevalecido la negociación diplomática sobre la hipótesis de una intervención militar es digno de ser resaltado ya que, en estos años, no sólo las intervenciones militares no han resuelto los problemas, sino que los han empeorado. El caso de Afganistán, Irak y el conflicto entre palestinos e isralíes es una muestra de ello.
Sustancialmente, durante seis meses el régimen de Teherán permitirá las inspecciones a sus centros de tecnología nuclear, reducirá la producción de uranio enriquecido a cantidades que aseguren su uso para fines civiles, a cambio de una atenuación de las duras sanciones económicas en aplicación. En concreto, se libera una parte de su dinero bajo embargo en el exterior y se abrirán algunos canales comerciales, en particular la venta de crudo. Una medida importante para uno de los principales exportadores mundiales de petróleo, cuyas ventas han bajado al 60 %. Si al finalizar los seis meses se confirmara la buena voluntad del gobierno de Teherán, serán levantadas el resto de las sanciones, que han hundido el país en una dura crisis económica.
Un elemento clave para alcanzar este acuerdo ha sido el tono distendido y dialoguista del presidente iraní, Hasan Rohani, que ha permitido transformar los puños en apretones de mano entre los representantes del principal exponente del “Eje del Mal” y del “Gran Satanás”. No es poco.
Sin embargo, conviene ser cautos y no caer presos del triunfalismo. No sólo habrá que verificar la marcha del acuerdo, sino que es preciso tener presente que tanto en Irán como en los Estados Unidos, en Arabia Saudita e Israel hay quienes, por diferentes razones, están dispuestos a torpedearlo. La situación es bastante más compleja que la eterna oposición entre defensores de la paz y el diálogo, que los hay, y los partidarios del uso de la fuerza para imponer hegemonías ideológicas o religiosas.
En este juego de ajedrez, tras la cuestión del programa nuclear de Irán operan diferentes intereses con capacidad de influir. Desde los lobby del aparato industrial y militar, a los grupos de pensamientos que pretenden imponer su hegemonía, sea ésta inspirada en algunas corrientes islámicas, en el estilo de vida occidental o en la seguridad nacional. Son precisamente estos intereses los que raramente evidencian el formal y, a menudo, edulcorado lenguaje diplomático.
La polémica acerca del programa nuclear iraní, más que un tema militar, oculta en realidad la oposición a que el país persa se consolide como potencia regional en la zona de Medio Oriente y Asia Central. Israel no niega ni confirma disponer un número de armas nucleares, que algunos expertos cuentan por centenares. Hay fuertes sospechas de que Arabia Saudita también haya conseguido armarse nuclearmente, con la colaboración de Pakistán. La alianza entre estos países y los Estados Unidos, ante un eventual ataque nuclerar iraní, dejaría el país en cenizas y sería un verdadero suicidio.
Israel, con el argumento de su seguridad, aspira a ejercer el control en Medio Oriente, y el surgimiento de Irán como potencia contrasta con su objetivo. No por nada el gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu ha analizado la hipótesis de un ataque preventivo contra el país persa, sin el consentimiento y en contra de la Casa Blanca, aunque la inteligencia y los estamentos militares lo han desaconsejado. Netanyahu considera un “error histórico” el acuerdo con Teherán.
Al respecto, una curiosa alineación se ha dado entre Arabia Saudita y Tel Aviv. La monarquía saudí anunció la apertura de su espacio aéreo en caso de un ataque preventivo israelí hacia Irán contra objetivos del programa nuclear. Arabia Saudita está desilusionada con Washington y su clara voluntad de distender las relaciones con Teherán, como lo indican las cuatro reuniones secretas entre iraníes y estadounidenses previas al acuerdo de Ginebra. Esto echa por tierra el proyecto de debilitar la expasión de los chiítas (la corriente islámica mayoritaria en Irán), con la formación en la región de gobiernos clericales devotos a la corriente sunita del Islam predicada por los sauditas. Es en esta clave que debe leerse la fuerte intervención de los sauditas en el conflicto sirio, financiando armas y milicianos. En efecto, el único gran choque en este momento es entre sectores islamistas sunitas y chiítas.
La nueva estrategia de Washington, que en su país no recibe grandes apoyos, incluso en el partido Demócrata del presidente Barack Obama, y que encuentra la férrea resistencia de los republicanos, deja herida a Francia, luego de que París se tomara a pecho el criterio de intervención militar en Libia y en Siria. Washington considera que para mantener estable Medio Oriente no es suficiente el vínculo de Francia con Qatar, que llegó a financiar la campaña electoral del presidente François Hollande, y con Israel. Se necesita una potencia con capacidad de intervención, y ésta es... Rusia. En efecto, en Washington se considera que sus propias reservas de petróleo y gas no convencional convertirán al país en un exportador neto de combustibles, lo cual marca el comienzo de una nueva fase política que conduce a tomar distancia de Medio Oriente.
¿Estos cambios harán más segura la región? Sólo si el buen trigo de la cooperación entre países prevalece sobre la zizaña de los intereses económicos y pseudo religiosos
1- Estados Unidos, China, Rusia, Francia, Reino Unido y Alemania.
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