lunes, 18 de marzo de 2013

¿Quién se acuerda de Irak?

El 20 de marzo de 2003, contra la opinión pública mundial, los Estados Unidos invadieron el país, supuestamente por estar vinculado con la red terrorista de Al Qaeda y por amenazar a los vecinos con el uso de armas de destrucción masivas. Nunca se encontraron evidencia de las dos acusaciones.

Mientras la catolicidad sigue asombrada por el viento de novedades que sopla desde el Vaticano impulsado por el Papa Francisco, este miércoles se cumplirán los diez años de la invasión de Irak, en 2003. Una agresión que necesitó de alevosas mentiras que la justificaran. La imagen del entonces secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, agitando en las Naciones Unidas una probeta con las supuestas pruebas de la presencia de armas masivas de destrucción en los arsenales del dictador Saddam Hussein, jamás podrá ser olvidada.

Las armas nunca fueron encontradas, como nunca existió vínculo alguno entre el dictador y Osama bin Laden y su red terrorista, Al Qaeda. En realidad, se trató nada más del más espectacular y mediático casus belli fabricado por los servicios de inteligencia, con la anuencia de una prensa internacional poco o nada crítica con la guerra mundial contra el terrorismo lanzada, unilateralmente, por George W. Bush.

El régimen de Saddam Hussein fue derrocado, el dictador ejecutado, pero la vida de los iraquíes sigue siendo una pesadilla. El país sigue ensangrentado ya que la fractura entre musulmanes chiitas y sunitas se ha ampliado. Grupos armados siembran el territorios de violencia, odio y venganza. Pese al uso masivo de los miles de millones de dólares que produce este país, segundo productor mundial de petróleo, las necesarias infraestructuras no sólo no se han realizado, sino que quedan en el papel: la procuración de justicia de los Estados Unidos, sostiene que 60.000 mil millones de dólares se han volatilizado en el país entre 2003 y el retiro de las tropas en 2011 terminando presa de la corrupción.

Hoy Irak engrosa la lista de Estados fallidos, como Somalia, Haití o la República Democrática de Congo, en los que débiles gobiernos están a la merced de la corrupción, del caos o de los señores de la guerra. Nada que ver con la promesa de instalar la democracia y de liberar a un pueblo sometido. Diez veteranos estadounidenses de esa guerra por día se quitan la vida, como secuela de una experiencia traumática que se entiende sólo desde los planes de dominio de un imperio en decadencia.

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