jueves, 23 de septiembre de 2010

Lecturas: Los que susurran.


En su conocida novela, 1984, George Orwell quiso realizar una denuncia contra los horrores de los regímenes totalitarios. El escritor tenía tan claro lo que estaba aconteciendo en la Unión Soviética que, al leer esta obra monumental de Orlando Figes, el lector no puede dejar de evocar muchos fragmentos de 1984.
Con inteligencia, el autor penetra en la intimidad de la vida de las familias que padecieron la represión paranoica de Joseph Stalin sobre todo a lo largo de los años ’30 – estamos hablando de decenas de millones de personas. Gracias a decenas de entrevistas, testimonios, correspondencia, diarios personas, Figes reconstruye minuciosamente retazos de la vida cotidiana de adultos, niños, jóvenes, ancianos transformada en una alucinante pesadilla. Ilustrar tanto sufrimiento en modo acabado es tarea imposible, pero el intento es meritorio.
Muchas de esas personas, o la gran parte, eran dirigentes del partido y fervientes comunistas que nunca pudieron saber por qué fueron objeto de una persecución tan absurda cuan inútil, alimentada por la paranoia estalinista. Acaso la imagen más patética la constituyen precisamente aquellos que, aun protestando su inocencia, afrontaron la cárcel y hasta  el pelotón de ejecución convencidos de que si el partido disponía eso era por el bien de la revolución. En esos casos, con gran frecuencia incluso el vínculo de amor entre esposos, los lazos familiares pasaban en segundo lugar, pues aun las personas más amadas se convencían de que si alguien era arrestado era por alguna razón. Por eso el primer intento del acusado era el de asegurar su inocencia. Sofia Antonov-Ovseienko quien fue arrestada en 1937 ignorando que su marido Vladimir,  un anciano bolchevique que en 1917, en los días de la revolución, participò del asalto al Palacio de Invierno y que sucesivamente fue embajador y comisario de Justicia, había corrido con la misma suerte, así le escribía  en el intento de asegurarle su inocencia: "¿Recuerdas que siempre decíamos que si alguien era arrestado en nuestro país debía haber buenas razones para ello, algún delito cometido..., algo justificado? No hay duda de que en mi caso también hay algo que lo justifica, pero no sé qué puede ser  (...). Durante los últimos tres días me he dedicado a revisar mi vida, preparándome para la muerte. No encuentro en ella nada que pueda considerarse criminal (...). Conoces lo que hay en el fondo de mi corazón, sabes que mis acciones, mis pensamientos y mis palabras son leales y genuinos. Pero el hecho de que esté aquí debe de significar que he cometido algún delito..., que he hecho algo mal, y no sé qué puede ser..." La de Sofia fue la tragedia de millones de personas que ignoraron en todo momento las razones de su arresto, de su condena y de su ejecución, o, en el mejor de los casos, de su transformación en parias acusados de ser "enemigos del pueblo". Alrededor de cada persona y de su familia se creaba literalmente el vacío: los hijos terminaban odiando a los padres, los maridos a sus esposas y viceversa, trasladando así el odio hacia un aparato estatal que transmitía un terror ciego que frantumaba todo lazo familiar y de amistad o de solidaridad. La palabra más inocente, una espresión poco prudente y también una acusación infundada motivada por la envidia podían transformar la vida de una familia en una pesadilla, y provocar su desmembramiento. 
No acusar a los propios padres, al marido o a la esposa o cualquier pariente o amigo podía ser motivo a su vez de una dura condena. Lo cual permite formar una cabal idea del clima social que se vivió en la Rusia de Stalin. Una capa pesada de sospecha bajó en una vida cotidiana de aquellos años de purgas marivas, durante los cuales nadie sabía a ciencia cierta , como Sofia, qué podía llevarlo al exilio, a una larga condena o, peor, a ser ejecutado. 
Ni siquiera el fiel cumplimiento de las tareas asignadas o una vida de dedicación al partido según la más estricta ortodoxia ideológica podía salvar de la persecución y la represión. El caso de Nicolai Yezhov, predecesor del terrible Laurenti Beria a la cabeza de la NKVD, la policía secreta, es por demás emblemático. Yezhov ejecutó con celo las disposiciones de Stalin arrestando a millones de personas. Ese mismo celo, cuando el máximo líder consideró los perjuicios de esa política, lo llevo a ser condenado a muerte. 
Figes aporta un texto valioso y una meticulosa documentación que es, a la vez, una advertencia permanente sobre los peligros que encierra todo régimen totalitario y sobre  la maldad humana lisa y llana.

Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin.
Orlando Figes, Edhasa, Buenos Aires, 2009, pp. 890.

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