En abril, las potencias del grupo 5+1 alcanzaron un importante pre
acuerdo sobre el programa nuclear de Irán que en junio podría
transformarse en definitivo. Es un paso positivo pero no el único en
las relaciones entre Washington y Teherán.
El
acuerdo marco sobre el programa nuclerar de Irán alcanzado en la
ciudad Suiza de Lausana el pasado 2 de abril, pone fin a una larga
disputa, comenzada hace diez años, cuando se comenzó a sospechar
que los iraníes pudieran dotarse de armas atómicas, al transformar
en militar un programa nuclear que el gobierno siempre defendió como
civil.
En estos
años, no faltaron las ambigüedades. El tono a menudo desafiante y
altero de los líderes iraníes más radicales, junto a la amenaza
de destruir Israel, no jugó a favor de su credibilidad, provocando
la aplicación de duras sanciones. Por otro lado, la Casa Blanca
utilizó el cuco iraní magnificando su plan nuclear y alegando la
violación del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) del que el
país asiático es parte.
Lo
cierto es que el espectro de la presencia de armas atómicas en la
región de Medio Oriente, de por sí inestable, agregaría un
elemento ulterior de preocupación que es bueno evitar, aunque cabe
recordar que el más preocupado por el plan nuclear iraní, el
gobierno de Israel, dispone de armas nucleares pese a no haberlo
admitido hasta ahora.
Muchas
concesiones
Los
Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Francia más Alemania (el
grupo 5+1), con el aporte de la Unión Europea, logró acordar con
Irán un marco de parámetros para un acuerdo definitivo que debería
firmarse el próximo 30 de junio, según un cronograma fijado hace un
año y medio, desde que las partes decidieron inaugurar una ronda de
diálogos (fundamentalmente, Washington y Teherán).
En
síntesis, Irán aceptó reducir en dos tercios, durante 10 años, su
capacidad de producción de uranio enriquecido (el combustible para
las centrales que producen energía y elemento clave para un arma
atómica). Durante 15 años podrá desarrollar investigación
científica y enriquecer uranio pero sólo hasta el nivel de uso
civil, que es mucho más bajo (3,67%) respecto del nivel necesario
para usos militares (90%) y además se define en qué plantas podrá
ser enriquecido. El país tendrá que deshacerse del 97% de las
reservas de este material y la Agencia Internacional de Energía
Atómica (AIEA) podrá realizar inspecciones en las plantas afectadas
al programa y también en sitios no declarados pero donde se sospecha
que se podrían estar realizando actividades colaterales. Este
regimen de inspecciones durará 15 años y, en algunos aspectos,
hasta 25 años. Irán aceptó, además, aceptó no reprocesar el
combustible utilizado para recabar plutonio, susceptible de uso
militar todavía más que el uranio.
El
objetivo de estas limitaciones consiste, en caso de buena fe por
parte de los iraníes, en un tiempo suficiente, 10-5 años, para
vigilar que el programa apunta realmente a dotar el país de
centrales nucleares para diversificar la matriz energética. En caso
de mala fe y de violación del acuerdo, Teherán necesitaría un año
para llegar a fabricar un arma atómica, lo cual daría a la
comunidad internacional el tiempo suficiente para reaccionar.
A cambio
de estas concesiones, presentadas para que no parecieran una
capitulación del gobierno persa, Irán saldría del aislamiento
político internacional y se levantarían las duras sanciones que
están ahogando su economía. El país pasa por un mal momento,
empeorado por la baja del precio del petróleo, del que es segundo
productor mundial.
En caso
de ser firmado para su definitiva vigencia, el acuerdo puede ser
visto como una victoria de la comunidad internacional. Es un buen
precedente que a futuro podrá ser utilizado para casos similares,
también por la novedad de inclusión de la limitación en la
fabricación de plutonio.
La
verdadera contrapartida
Ahora
bien, entre las concesiones aceptadas por Teherán y los beneficios
que obtiene como contrapartida existe una visible asimetría, sobre
todo si se acepta que el programa siempre tuvo una finalidad civil.
¿Washington y Teherán están negociando algo más? Varios elementos
indican que la Casa Blanca tendría intención de reducir su
influencia en Medio Oriente para concentrarse más en Asia, donde
crece la expansión de China. La administración de Obama, consciente
del fracaso de su política en Afganistán, Iraq, Siria y Yemen ha
comprendido que Irán juega un rol importante en Medio Oriente. Este
rol, hoy es insoslayable para evitar la creciente desestabilización
de la región, también porque en estos países una parte importante
de la población es, como la gran parte de los iraníes, de tradición
chiita. Tanto en Siria como en Iraq, el aporte de Teherán para
frenar la locura criminal del Estado Islámico está siendo clave y
la Casa Blanca lo percibe. Este reconicimiento de Irán como potencia
regional por parte de Washington sería entonces la contrapartida
real de un acuerdo que, en este sentido, es más amplio que el
alcanzado en Lausana. También porque la alternativa a esto sería el
triunfo como potencia regional de Arabia Sudita, cuya monarquía es
fuertemente influida por los grupos fundamentalistas salafitas, a
menudo vinculados con grupos terroristas. En realidad, el único gran
choque hoy en la región es precisamente entre chiitas y salafitas.
Oposición
interna y externa
Dentro y
fuera de los Estados Unidos e Irán existe una dura oposición a
cualquier acuerdo entre los dos países que no suponga una triunfo
total de uno sobre otro. El presidente Obama deberá además lidiar
con un Congreso manejado por la oposición republicana, lo cual
complicará revocar las sanciones a Irán.
A nivel
internacional, además del adversario saudita, se opone al acuerdo el
gobierno de Israel. En marzo, el primer ministro israelí Benjámin
Netanyahu manifestó duramente sus críticas en el propio Congreso
estadounidense convencido de que Teherán aprovechará la ocasión
para avanzar en el desarrollo de armas atómicas. Posiblemente, la
mayor preocupación de Jerusalén es que sea aceptado como potencia
regional un país cuyo líder religioso aboga por la destrucción de
Israel.
Puede
que el acercamiento entre Washington y Teherán no sean los renglones
más derechos sobre los cuales escribir la historia de Medio Oriente.
Pero puede que sean menos torcidos que otros.
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