El estilo de José “Pepe” Mujica, nuevo presidente de Uruguay, pone la política al servicio del bien común.
A los uruguayos no les gusta el ruido, el glamour. Han hecho de la sobriedad y el bajo perfil un culto. La ceremonia de asunción del presidente José “Pepe” Mujica fue una muestra de ello. Algunos políticos uruguayos le reprocharon el gasto de 150 mil dólares que insumió la ceremonia. En otros lados una discusión de este tipo haría sonreír. Pero habla del cuidado que se debe tener en el uso del dinero público. Es lo que hace una institución seria. Y Uruguay, con partidos que cuentan con más de 170 años de historia, es un ejemplo de solidez institucional.
En su discurso programático, Mujica supo ubicar la política en un alto nivel de dignidad, pues invitó a proyectar juntos los próximos treinta años. Propuso –y se dirigía a todos, adversarios incluidos– trabajar en políticas de gran alcance y de amplios consensos. Es decir, superar la miopía del cortoplacismo para elevar la política a espacio de construcción del bien común en el largo plazo.
Su invitación parte de la constatación de que ya no es más el tiempo de los “caudillos”, de los “genios iluminados” que conducen en soledad a las masas, sino que es la hora del liderazgo de grupos, del trabajo en equipo, de pensar juntos.
Coraje para asumir la tarea no le falta. Y acaso es la fuerza de la humildad de quien se reconoce limitado, de quien no ha perdido el espíritu revolucionario que décadas atrás lo llevó a la lucha armada contra las injusticias sociales y el Estado. Una opción violenta de la que supo tomar distancia y por la que pagó con largos años de cárcel. Durante ese período fue rehén de las Fuerzas Armadas en condiciones ilegales y degradantes. Sufrió torturas y vejámenes. Tan duro fue el aislamiento que sus compañeros de cautiverio creyeron que había enloquecido definitivamente.
Hoy Mujica mira a las Fuerzas Armadas y al pasado sin ningún sentimiento de revancha y, menos aún, de venganza. Para él es la hora de mirar hacia adelante.
La responsabilidad del cargo que ejerce, sin embargo, no ha podido con su aversión a las formalidades. Ha aceptado vestir de saco, pero no de corbata. Y si no fuera por los años y la nueva función seguiría viajando con la destartalada motocicleta con la que yo lo veía llegar a su despacho cuando era senador, con el pelo enmarañado. Cada vez que lo entrevistaba recurría a algún proverbio del campo. Quería hacerse entender por todos este hombre que tras sus modales campechanos posee una sólida cultura.
Ha renunciado a su sueldo y seguirá viviendo en su granja en las afueras de Montevideo. No es una excepción. Su antecesor, Tabaré Vázquez, mientras ejerció la Presidencia siguió atendiendo a sus pacientes una vez por semana (es un distinguido oncólogo). Y, bueno es recordarlo, los anteriores presidentes Sanguinetti y Batlle regresaron a sus casas con el patrimonio que tenían antes de ejercer el más alto cargo.
Ha renunciado a su sueldo y seguirá viviendo en su granja en las afueras de Montevideo. No es una excepción. Su antecesor, Tabaré Vázquez, mientras ejerció la Presidencia siguió atendiendo a sus pacientes una vez por semana (es un distinguido oncólogo). Y, bueno es recordarlo, los anteriores presidentes Sanguinetti y Batlle regresaron a sus casas con el patrimonio que tenían antes de ejercer el más alto cargo.
Honestidad, lealtad, sentido del Estado. Valores que también le permitieron al ex presidente Vázquez ceder las tijeras para la inauguración del remozado aeropuerto de Montevideo a su predecesor Battle. “Usted ha impulsado esta obra que comenzó durante su gestión. Le corresponde a usted este honor”, le dijo.
Son las virtudes que hacen de este pequeño país una gran nación.
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