martes, 1 de abril de 2014

Ucrania y su futuro




Algunas claves de interpretación sobre la reciente crisis institucional que se vivió en el país eslavo. Las herencias de la historia y los intereses geopolíticos en juego.



No es fácil hacerse una idea cabal de ciertos acontecimientos, en especial cuando se desarrollan en contextos de fuerte polarización. La pretensión de simplificar las situaciones contraponiendo, por ejemplo, democracia con autoritarismo, golpismo con lealtad institucional, elimina los matices que permitan ahondar el tema. Si a esto agregamos la propensión de los medios a presentar las cuestiones acentuando, intencionalmente o no, las simplificaciones, se comprende la necesidad de claves de lecturas que permitan hacernos una visión más completa de los hechos.

Es lo que, en este tiempo, se pudo apreciar en el caso de la crisis en Libia, en Siria, en Venezuela, para dar algunos ejemplos, y pocas semans atrás en el caso de los eventos que en Ucrania terminaron con la fuga del presidente Viktor Yanukovich y la instauración de un nuevo gobierno.

Dado el poco espacio, daré por conocidos los hechos y me limitaré a señalar algunos aspectos que ayuden a leer el presente del país eslavo.

En primer lugar, conviene destacar que para los mismos ucranianos no es de fácil solución la cuestión que motivó las protestas de la oposición. Más allá de la legítima insatisfacción que genera un gobierno ineficiente y corrupto, no está claramente resuelto si conviene mantener el vínculo con Rusia y su sistema de relaciones o preferir un acercamiento a la Unión Europea (UE) –como parecía estar negociando Yanukovich– con la perspectiva de un futuro ingreso en la OTAN.

Si bien Ucrania no es un conjunto de etnias unidas forzosamente por un gobierno fuerte, como en el caso de la ex Yugoslavia, en ella conviven tendencias pro rusas y otras antirrusas sobre la base de diferencias históricas, lingüísticas y culturales.

Se puede dividir el país en cinco zonas, en las que las características señaladas aparecen en diferentes proporciones: Ucrania occidental, central, sur oriental, sur occidental y Crimea. Se encuentran nacionalistas orgullosos de su idioma, otros que son menos sensibles al tema lingüístico pero son más abiertos a Occidente, hay nostálgicos del período soviético aún sintiéndose ucranianos, y otros que mantienen un vículo cultural y económico con Rusia. En el sudeste y en Crimea convive una minoría rusa que representa el 12 % de la población.

La presencia rusa es producto de los millones de víctimas provocadas en los años veinte por la carestía que padeció el país, consecuencia de la represión estalinista. Los inmigrantes rusos fueron instalados a la fuerza. Desde los años treinta una organización clandestina (OUN-OPA de Stepan Bandera) luchó en Ucrania occidental primero contra la dominación polaca y, luego del pacto Ribbentrop-Molotov, contra los soviéticos. Durante la invasión nazi, a partir de 1941, la OUN-OPA fue disuelta por los alemanes y Bandera perdió a dos hermanos en los campos de concentración. Hay quien acusa a Bandera de colaboración con los nazis, también porque es cierto que en 1944 fue liberado para que guiase a las fuerzas ucranianas contra el Ejército Rojo.

Poco se sabe de esta cruenta revuelta, que luego de la guerra siguió hasta 1956. Es un hecho que hubo muchos ucranianos que militaron, en clave antirrusa como no, entre las filas nazis. Frecuentemente eran de esa nacionalidad los guardias en los campos de concentración y hasta unidades de las terribles SS.

La memoria de tanta violencia permaneció en la población y eso suele aflorar con virulencia en los momentos de confrontación exasperada. Lo cual puede explicar la aparición de grupos de derecha  que la oposición democrática no pudo frenar fácilmente. ¿Hechos aislados? Llama la atención su capacidad organizativa, que les permitió oponerse a las fuerzas del orden durante noches enteras y con las bajas temperaturas del invierno ucraniano. Los canales de tv occidentales mostraban escenas (censuradas) de represión policial, mientras que los informativos rusos mostraban policías acosados por manifestantes organizados.

Una segunda clave de lectura es geopolítica. Cuando, a comienzos de los noventa, colapsó el imperio soviético, el golpe quizá más letal provino precisamente de la independización de Ucrania. Por un lado, un país de más de 50 millones de ucranianos decidía tomar distancia de 300 años de historia imperial rusa y del liderazgo ruso (casi por misión divina) de la identidad paneslava común. Por otro lado, se trataba de un territorio industrializado, dotado de una gran riqueza agrícola, que permitía el control del Mar Negro, clave para el acceso al Atlántico de la armada rusa.

No por nada, ya en 1997, en su El gran tablero mundial, Zbigniew Brzezinski, el padre de la política exterior del gobierno del presidente George Bush asignaba al tema de Ucrania una parte relevante del capítulo que analiza las relaciones con Rusia. La visión de Brzezinski, aplicada sucesivamente con la precisón de un guión cinematográfico, dejaba en claro que sin Ucrania sería muy complicado o imposible cualquier intento de Moscú de reconstruir el imperio ruso (el objetivo del presidente Vladimir Putin), es decir una potencia que pudiera competir de igual a igual con los Estados Unidos.

Para ese fin, desde mediados de los noventa, Washington trató de atraer hacia su esfera de influencia (que incluye también a la UE) a varios países del ex imperio soviético, desde Georgia a los de Asia Central, pasando por Ucrania. Con el apoyo del Tesoro estadounidense, organizaciones como Freedom House, National Democratic Institute, Internacional Foundation for Electoral Systems, Internacional Research and Exchanges Board y hasta medios de comunicación han cooperado para tomar distancia de Moscú. Una encumbrada funcionaria de la cancillería norteamericana, Victoria Nuland, admitió en diciembre a la prensa que los Estados Unidos han invertido en Ucrania 5 mil millones de dólares para “darle al país el futuro que se merece”.

La pregunta es si el futuro que Ucrania se merece es el que sueñan los ucranianos, más allá del que se pretende digitar, tanto desde Moscú como desde Washington.

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