No tiene desperdicio esta nueva edición de la biografía del ministro de relaciones exteriores de Napoleón, escrita por Duff Cooper en 1932.
El autor integró la cancillería de Su Majestad, el Foreign Office, fue legislador, y ocupó además destacados cargos en los gobiernos de Neville Chamberlain y de Winston Churchill, antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, hasta su retiro de la vida pública en 1947.
Cooper anota comentarios y refleja opiniones sobre las vicisitudes de una figura tan peculiar como Talleyrand. Esto podrá suscitar las reservas de quienes reclaman un papel más aséptico al historiador. Pero, cómo en el caso de la historia de la Segunda Guerra Mundial escrita por Winston Churchill – acaso pocos recuerdan que este político fue Nobel de Literatura en 1953 –, esta visión parcial de los hechos ofrece en todo caso una interesante perspectiva – la británica – de la epopeya de este personaje.
Hijo de una familia de la rancia aristocracia francesa, Talleyrand fue obligado a emprender la carrera eclesiástica sin vocación alguna. Pese a su conducta libertina, llegó a ser obispo de una diócesis que visitó una sola vez y exclusivamente por razones electorales. Amante del juego y de las mujeres, Talleyrand era dotado de una proverbial e inigualable capacidad de entrener con su amena conversación.
Su trayectoria política fue muy extensa: participó de los Estados Generales y sucesivamente de la revolución francesa. Más tarde se vio perseguido por los jacobinos, motivo por el cual se exilió un tiempo en los Estados Unidos. Durante los Estados Generales realizó propuestas concretas. En efecto, el sistema educativo francés durante mucho tiempo reflejó sus ideas vertidas en un documento suyo que demostraba una visión preclara. A su regreso del exilió, siguió en la cresta de la ola y logró participar del golpe de Estado que llevó al poder a Napoleón Bonaparte, del que llegó a ser ministro de relaciones exteriores. Comprendió más tarde que en la inagotable sed de poder del corso estaba la semilla de su fracaso. En vano intentó moderar las pretenciones del Emperador y llegó al extremo de conspirar con él en sus mismas narices. Su gran habilidad como político, en realidad, lo salvó de la horca. Talleyrand fue luego una figura clave también durante la sucesiva "restauración" post napoleónica, llevada a cabo a partir del Congreso de Viena en 1815.
Allí Talleyrand adquirió notable prestigio pues, aún con la desventaja de ser representante de un país derrotado y ocupado por las potencias aliadas, logró no sólo conservar la integridad territorial francesa sino también jugar un papel de relieve en ese congreso.
Sus poses de indolente y la aparente superficialidad de su conversación ocultaban, en realidad, una mente perspicaz y aguda: la de una figura tan controvertida como los tiempos en los que le tocó vivir.
El lector se podrá ver tentado de juzgar moralmente la actuación de Talleyrand. Pero sería un error hacerlo siguiendo nuestros parámetros actuales. La historia más que nada necesita ser comprendida en su contexto.
Talleyrand. El mago de la diplomacia de Napoleón
Duff Cooper, ed. Claridad, Buenos Aires, 2007, pp. 336.
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